Lírica
viene de lira
La Academia Sueca decidió conceder el Nobel de
Literatura a un poeta. La circunstancia de que el galardonado cante sus textos causó
una ola general de sorpresa que acto seguido tomó un cariz de indignación en
ciertas personas, llamativamente entre algunas que se dedican al ejercicio
público de la palabra. Están en su derecho, si bien, sobrepasados ciertos
límites de temperatura emocional, su discurso simplemente opinativo se reviste,
quieras que no, de un barniz bastante ridículo. A algunos el desasosiego los
llevó a arremeter contra quienes se congratulan de la decisión de los
académicos suecos. Esto, huelga decir, lo expresan con una modulación del
lenguaje muy alejada de la función poética.
Ya Octavio Paz refirió con su
habitual sabiduría que la primera literatura fue poética y fue oral, y que se
difundía acompañada de instrumentos por lo general de cuerda. No en vano la
palabra lírica es un derivado de lira. No es verdad que esta tradición se haya
terminado. Y todavía numerosos poetas de libro siguen explicando su arte con
términos (ritmo, sonoridad, tono, cadencia) sacados de la música.
La Academia Sueca acaba de premiar a uno de sus
representantes más notables. En mi país de residencia tienen mucho auge los
audiolibros y no es raro que un local se llene para escuchar las palabras de un
buen recitador. He visto asimismo multitud de colombianos atentos a las
palabras de un poeta. Recuerdo a Juan Carlos Mestre, acordeón en mano, ofrecer
poemas ante un público numeroso. Y también he visto/soportado a poetas actuales
españoles, bastante conocidos por cierto, leyendo dificultosamente sus textos.
De hecho, es relativamente reciente el fenómeno de la
experiencia poética centrada en la lectura solitaria del libro. Esta forma de
transmisión ha sido muy dañina para la poesía. La poesía no se vende, dicen sus
propios cultivadores. La poesía no se lee. Y algunos, con férrea impaciencia,
insultan al potencial público ignorante. Yo creo que se equivocan al razonar un
hecho por otro lado innegable. Recuerdo unas páginas luminosas de los diarios
de Jaime Gil de Biedma. La
poesía acaso no sea, contra lo que algunos piensen, una sustancia que el poeta
deja en un sitio llamado poema. La poesía es una experiencia de quien escucha o
lee, para la cual, naturalmente, es necesario que haya algo que escuchar o
leer.
El ser humano necesita
dicha experiencia. El ser humano no se conforma con lo feo, lo ruidoso, lo
rastrero, lo cacofónico, lo superficial. No hace falta ser catedrático para
disfrutar de la belleza, la emoción, la intensidad, la armonía, la altura de
pensamiento, los matices del placer y otros valores que incluso el más
analfabeto interpreta o siente. Hace tiempo que la gente busca, y encuentra, la
experiencia poética fuera de los libros. En secuencias de películas, en
paisajes, en canciones, en piezas musicales. Por eso no se leen con mayor
asiduidad los libros de poemas, tan mal promocionados por gentes dedicadas a
establecer escuelas, tendencias y otros artefactos aburridos que, en apariencia,
requieren el entendimiento del experto.
Yo entiendo que la Academia ha adoptado este
año, al conceder el Nobel a Dylan, una
decisión que podría ayudar a algunos a romper, siquiera un poco, sus mármoles
mentales. La rapidez con que algunos, atiborrados de rotundidad, se lanzaron a
negar que un cantante haga literatura despide un tufo a prisión en categorías
intelectuales muy estrictas. Considerar que el premio lo merecía otro equivale,
no solo a desautorizar a una comisión de expertos, sino a proclamarse
virtualmente miembro de dicha comisión. Todo esto es bastante irrisorio, además
de entristecedor.
A mí, que soy tan defectuoso como cualquier otro, Bob
Dylan me ha dado más poesía que muchos de los que ahora protestan. Me basta mi
gozo propio para darle la enhorabuena, que es tanto como darle las gracias.